Se llamaba don Emilio. Mis padres me llevaron a la primera clase en la Sagrada Familia. Ingresaba yo en segundo de EGB, que así se llamaba entonces la enseñanza primaria. A la puerta del aula, el profesor supervisaba la entrada de los niños. Le dijeron que yo me llamaba Emilio Alegre; entonces se dirigió a mi -un niño de siete años- con aquellas palabras, con aquel cariño y respeto que siempre recordaré: "entonces, somos tocayos". Me puso la mano en la cabeza y me coló entre los chavales que iban pasando a clase.

Yo no sabía lo que significaba ser "tocayo". Aquella fue su primera lección como profesor de Lengua. Con años de lectura y dictados diarios, hizo crecer en mí la autoexigencia por hablar y escribir bien.
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